miércoles, junio 25, 2014

Paz, encuentro, evolución, sentido

Este es un mail que recibí de Carolina Grekin Garfunkel, "amiga de facebook". Quise inmortalizarlo en mi blog, porque me pareció digno de ser difundido. Una mirada muy aguda y elegante a la encrucijada de nuestro tiempo; y, por ello, también inspiradora. Muchas gracias Carolina.




Esta es una caricatura en extremo interesante. 

Una sociedad "square" no puede pretender que camina hacia la paz, porque entiende a la paz sólo como ausencia de guerra, tal si se tratara de un estado inerte, sin el entretejer de fuerzas opuestas que caracteriza a lo vivo. Una sociedad square solo quiere proteger sus límites, el statu quo.
No corresponde que aspiremos a la paz de los cementerios si es que entendemos que la evolución es la ley de la vida. Hemos de aspirar a la paz como el estado de equilibrio inestable que, en verdad, es. Las divergencias entre los seres humanos provocan algún grado mayor o menor de caos que hemos de aceptar y agradecer como una suerte de oportunidad para que la evolución pueda desarrollarse. Esto requiere de una sociedad, de una cultura que se va construyendo hacia el amor, el amor por la naturaleza, por los seres humanos, por la vida, por la diversidad. Una sociedad que estimula la creatividad y se abre con asombro y gratitud ante las múltiples y diferentes manifestaciones del espíritu. Una sociedad que puede imaginar círculos, además de cuadrados. ¿Cómo se trabaja hacia ella?

Lo que llamamos "cultura" es la trama de pensamiento, sentimiento y voluntad plasmada en ciencia, arte, religión y todas las demás manifestaciones del ser humano. El estado de la cultura, en estos momentos del devenir de la humanidad, es el reflejo, por una parte, y el motor, por otra, de lo que nos está ocurriendo interiormente... y de lo que seguirá ocurriendo para peor, o para mejor. Si nada hacemos, será para peor; si hacemos lo correcto, la humanidad entera dará un salto cualitativo. ¿Y qué es lo que tenemos que hacer? Pienso que, para empezar,  aprender  a mirarnos a nosotros mismos con honestidad; dejar de contarnos cuentos y aceptar que nuestros motivos para actuar están teñidos de egoísmo. Aprender a reconocer en nosotros los fuertes impulsos destructivos que nos alejan de lo que es bueno y correcto; darnos cuenta que ni siquiera tenemos claro ni deseamos empaparnos de lo que son los ideales que nos harían desear movernos hacia el bien y la verdad. Reconocer que la sociedad, en su enfermedad, nos muestra aquello que vive en cada uno de nosotros. Dejar de criticar al otro y comenzar a cambiar uno mismo. Autoconciencia, vocación hacia el bien y la verdad, respeto y tolerancia hacia el otro y por la diversidad, compasión con el desposeído y el vulnerable, capacidad de perdonar.

En una sociedad square el hombre mejora para sí mismo. En una sociedad donde podemos acoger el círculo, cuando un ser humano adelanta, adelanta toda la sociedad.

Esta caricatura nos invita, por ejemplo, a remitirnos a la imagen que en el siglo XV (antes de 1492) se tenía de la Tierra: cuadrada. Y entonces, se entiende que pensaran que se llegaba a un determinado lugar en el océano, después del cual solo quedaba enfrentarse al abismo. Eso frenaba el afán aventurero de surcar los mares más allá de lo conocido. Un globo terráqueo redondo no te lleva a crear tal imagen; por el contrario, te invita a extender tus alas. Te invita a expandir tus límites y a mirar el mundo como un todo integrado. También te invita a pensar la libertad y la responsabilidad. La libertad es un "ir siempre hacia"; no es una condición congénita y permanente como sí lo es el "libre albedrío": hay que desear caminar hacia ella. Una mente cuadrada no puede siquiera concebir tal cosa. Una mente square solo puede concebir el statu quo como objetivo que debe ser defendido a toda costa y la paz, por consiguiente, como mera ausencia de guerra (en tanto el respeto de los límites no sea cuestionado). 

domingo, abril 27, 2014

De profesor a maestro integral

Tal es el nombre de un seminario ofrecido a todos los profesores de la Facultad de Educación de la Universidad Mayor, basado en la intuición de que el modelo educativo ha de ser profundamente transformado para que pueda satisfacer las necesidades de los individuos y sociedades del futuro inmediato.
Y como los encargados de hacer realidad ese modelo en el aula son los profesores, entonces el proceso de transformación pasa por ellos, por sus maestros, por quienes le dan el soporte en las distintas áreas y dominios de este complejo mundo.

La tercera clase fue extraordinaria, pues en ella han empezado a asomar las resistencias. Como dice un viejo refrán: "Todos quieren ir al cielo, pero nadie quiere morir". Y, en el paradojal modo de  enseñanza atribuido a Jesús: "el que quiera salvar su vida la perderá; y quien la pierda, la ganará".

La educación es uno de los temas, creo, al que más pensamiento se le ha dedicado y se le dedica en el presente. Es un modelo cognitivo, se basa principalmente en la racionalidad, se piensa y corrige a sí mismo desde la racionalidad.

La tarea de los facilitadores del seminario es proponer una ampliación más compleja de la experiencia humana, que incluye, además de la racionalidad, al propio cuerpo y a las emociones. Su objetivo, en esta etapa del proceso, es hacer visibles los procesos emocionales y corporales que acompañan e interactúan con el aspecto lingüístico, racional. De cómo el lenguaje, más que dar cuenta de la realidad, la está creando momento a momento y, a partir de ahí, abrir la posibilidad de percibir enormes oportunidades, hasta ahora ocultas, para transformarlo todo.

Los participantes de este seminario, personas fantásticas que han abrazado la vocación de formar a formadores, han reaccionado de diversas maneras. Algunos callan, probablemente buscando entender de qué se trata este evento poco convencional. Otros lo fustigan desde el modelo en el que están acostumbrados a desenvolverse. Ambas reacciones son extraordinariamente positivas, en la medida en que quienes las detentan las puedan observar y preguntarse desde qué experiencia emocional surge su respuesta. Esa es la verdadera materia de este curso: hacerse conciente de las estrategias adquiridas a lo largo de la vida, casi desde el mismo inicio, de los incidentes vitales que las provocaron y de cómo ellas constituyen una zona cómoda de la que cuesta deshacerse, dado nuestro universal apego a las certidumbres.

La propuesta es que navegamos por vida con mapas que nos fueron entregados por la gente en que confiamos, con parches y enmiendas añadidas en el devenir de la vida. Que esos mapas no han sido sometidos a ningún escrutinio racional pero, al ser lo único con lo que contamos, nos aferramos a ellos co,o si representaran cabalmente la realidad de los territorios por los que nos desplazamos, incluyendo a nosotros mismos. Estos mapas tienen la forma de un relato, una historia, porque vivimos en mundo explicados lingüísticamente y los sellamos en plena autoridad con frases como "así es la vida", "así soy yo".

Cada frase iniciada con un "yo soy" es una relato interpretativo de uno mismo. Procede de fuentes lejanas una vez llenas de autoridad (padres, hermanos mayores, profesores) y de conclusiones propias obtenidas de la observación de nuestras respuestas en episodios particularmente fuertes de la experiencia del vivir.

Descubrir esos mapas, que no son sabiduría más que en el sentido de que pueden ser mapas compartidos al interior de una cultura o sub-cultura, tanto del mundo como del yo que observa e interactúa con el mundo, es la fuente de la transformación.


Una reflexión adicional acerca de la transformación. Estamos usando el término buscando una clara diferenciación con cambio. Por cambio entendemos todas modificación conductual acontecida al interior de un paradigma o creencia. Transformación, por su parte, es un reemplazo de creencia o paradigma, que tiene por consecuencia la visualización de un conjunto de conductas invisibles o imposibles desde el paradigma anterior. Por ejemplo, si digo "yo soy tímido", todas las acciones relacionadas con la valentía, el coraje, el riesgo, aparecen como apenas visibles y casi siempre imposibles. La transformación consiste en darse cuenta de ese relato, esa creencia, de cómo ella fue adquirida y para qué, de cómo ella ha seguido operando a lo largo de nuestra vida (cuando ya no era más necesaria - no como única opción, al menos) constituyéndose a menudo en un lastre que resta posibilidades para nuestra propia realización. Es darse cuenta de cómo reaccionamos corporal y emocionalmente ante la sola idea de remplazar el viejo relato por uno nuevo. Es vencer las propias resistencia y hacerlo de todos modos hasta que, como era usual en nuestra infancia, el nuevo comportamiento era manejado con la soltura y relajación de una zona cómodo cada vez más amplia.

Responder honestamente a la pregunta "¿Cuándo fue la ultima vez que hiciste algo por primera vez?" probablemente nos lleve a darnos cuenta de cómo la flexiblidad infantil se fue rigidizando en el tiempo.

En la tercera sesión hubo de todo: silencios cautelosos, resistencia activa y, al final, una participante que vio claramente una creencia limitante. Vi empañarse sus ojos cuando eso ocurrió y, un minuto después vi en su mirada el brillo de las nuevas posibilidades. No es la primera vez que lo veo, pero cada vez que ocurre, me invade un profundo sentimiento de gratitud.

La metáfora que más sentido me hace para todo este emprendimiento es la clásica "Travesía de los Héroes", motivo clásico de la literatura que no hace más que representar la infatigable búsqueda humana por el sentido y el significado de la propia vida. El resultado final del viaje es la transformación del héroe. Y ella redunda en la transformación de su mundo.

viernes, abril 11, 2014

Desafío de nuestro tiempo.

Ser, hacer, tener - ¿Cómo barajar el naipe?

Que vivimos una era de profundos cambios, nadie lo niega. La pregunta hoy es cómo explicar esos cambios del modo más conveniente para enfrentar y resolver los ingentes problemas que afectan a la familia humana en su conjunto.

Yo pensaba que este cambio que nos toca sería el paso de la Modernidad hacia otra etapa, tal como la Modernidad sucedió a la Edad Media. Sin embargo, al leer La Ontología del Lenguaje, de Rafael Echeverría, encontré mucho sentido a la idea de un cambio más profundo, que implica la quiebra del paradigma sobre el que se apoyó Occidente desde la Antigüedad grecorromana, pasando por toda la Edad Media y la Modernidad, y que él llama “deriva metafísica”. Un paradigma que explica al realidad como un dualismo entre lo visible y lo invisible, cuerpo y alma, física y metafísica. Los ideales platónicos, que representan a esa realidad invisible de conceptos abstractos, serán transferidos al cristianismo que dominará Occidente por mil años, y aún a la Modernidad, que tomó la idea de los conceptos abstractos y la desarrolló hasta el paroxismo, con evidente éxito en el desarrollo científico y tecnológico.

La propuesta de Echeverría elimina el dualismo y explica  la realidad como algo inaccesible objetivamente, que sólo es explicado por el hombre en su triple experiencia de corporalidad, emocionalidad y lenguaje. Tales explicaciones van cambiando con el tiempo a medida que nuevas necesidades surgen de esta progresivamente compleja relación entre hombres y realidad, en donde lo que realmente se modifica es el ser, quien al explicar la realidad también se explica a sí mismo como parte de ella. De ahí, Echeverría utiliza el término “devenir del ser”. Como yo lo entiendo, devenimos en nuevas explicaciones de nosotros mismos constantemente, lo que nos abre a nuevas posibilidades de acción al mismo tiempo que invisibiliza otras.

La explicación objetivista de la Modernidad tampoco resuelve los viejos interrogantes y angustias de la humanidad; en su creciente complejidad se va haciendo impotente para responder las nuevas preguntas, como las que surgen de la observación científica de microcosmos y macrocosmos, que parecen desentenderse de las explicaciones lineales newtonianas.

Estamos en un período intermedio, la Modernidad ha sido superada, pero el nuevo paradigma está lejos de consolidarse. Más aún si el afectado es más profundo que en los recientes cambios de era. La sabiduría sólida de antaño se disuelve ante nuestros ojos; la verdad monolítica de siglos flamea hecha jirones, castigada por los vientos de los tiempos. Surge la confusión, la humanidad se polariza en dos opciones igualmente perjudiciales: los fundamentalismos que operan como avestruces, hundiendo al cabeza en terreno conocido para no ver la realidad exterior, pretendiendo mantener a salvo las “verdades incorruptibles” en espera del retorno de la cordura, y los liberales a ultranza que se refugian en el individualismo, en la búsqueda de la propia seguridad vía el hedonismo consumista, los escapes químicos, los excesos sensoriales, con un tono fuerte de individualismo. O sea que las dos fuerzas esenciales del desarrollo humano: la sabiduría para conservar lo bueno alcanzado con los siglos y la audacia para buscar con denuedo formas de mejorar lo existente, se convierten en caricaturas de sí mismas.

Todo ello sirve de trasfondo para una humanidad que, sin embargo, sigue cada día buscando resolver los mismos problemas básicos de siempre: abrigo, alimento, protección, crianza de los hijos, etc. Como la Modernidad sigue siendo fuerte – y lo será todavía por un tiempo más (“es un monstruo grande y pisa fuerte”), seguimos confiando en nuestra capacidad tecnológica (o nos refugiamos en ella a falta de otra alternativa confiable) y vivimos preguntándonos qué hacer, para resolver todo tipo de problemas, de forma y fondo, los del día y los de los tiempos. Ante la evidente crisis global que nos afecta y que abarca casi todos los campos esenciales de la experiencia humana, sentimos rondar el perfume del fracaso como especie, al punto que nuestro valor esencial y hasta nuestra descripción de nuestro propio ser quedan supeditados al éxito de nuestro comportamiento, desde el más trascendente al más trivial.

Es posible ver cómo todo ello afecta a lo que hemos considerado más esencial en nuestras estructuras sociales: la familia, la industria, el país, hasta llegar a la humanidad toda. Me parece que este enfoque desmesurado en el hacer está contribuyendo a mantenernos en la oscuridad, dando vueltas sobre los mismos ejes, extendiendo y profundizando las crisis. Nos hemos convertido en una cultura reactiva, donde cada uno, persona y empresa, busca enriquecerse, pensando que en la acumulación está la seguridad.

Tal vez sea el tiempo de generar una tercera opción de humanidad. Una que vaya a las fuentes originales, que trascienda la pregunta por el hacer y, primeramente se aboque a recuperar sus sueños. ¿Qué es lo que verdaderamente queremos tener? ¿Cuál sería nuestro sueño más ambicioso si no tuviéramos miedo? ¿Qué haría de nuestra vida una experiencia épica por la que valiera la pena levantarse cada mañana?

Necesitamos sueños, porque esa es nuestra  magia, tal es nuestro poder: convertimos sueños en realidades. Si hoy resucitara un ciudadano de la primera mitad del siglo 20, seguramente moriría de la sorpresa de ver que casi todo lo que en su tiempo era ciencia ficción y fantasía hoy son artefactos de uso cotidiano.

Aventados por nuestros sueños, aún postergamos la pregunta por el hacer, para no caer nuevamente en la tentación de validar nuestro ser mediante nuestra acción. Eso es seguir la pista de la deriva metafísica. Me “descubro” a mí mismo al ver los resultados de mis acciones. Si nos montamos en el paradigma del devenir del ser, podemos guiar nuestro destino: seremos quien se requiera para alcanzar nuestros sueños. Somos una compleja interpretación de nosotros mismos, no algo sólido, firme, inmutable, pero semiescondido que es necesario descubrir. Esa compleja red interpretativa la hemos ido tejiendo desde la adquisición del lenguaje, fijándolo en nuestro modo de ver el mundo con el poder de las emociones y desplegándolo en nuestra presencia corporal en el mundo mediante la actividad. Por supuesto, todo lo que he estado diciendo es también un modelo interpretativo, no es “la verdad”. Mi punto es que si adoptamos sincera y profundamente ese modelo interpretativo, ponemos los bueyes delante de la carreta. Hacemos cosas coherentes con quienes somos, y somos lo que sea necesario para alcanzar nuestros sueños. Asumo el devenir y lo impulso hacia adelante, recupero el sentido épico de la vida. Es mi creencia también, que en esa descripción  del ser necesario para alcanzar los sueños, habrá algunos componentes fundamentales, como el valor de la comunidad, de la vida como un todo (todo el planeta como un ser vivo del que somos parte), la valentía para atravesar los miedos, la honestidad, el compromiso, el amor incondicional, para iniciar una lista que podemos completar entre todos.

Y escribo esto pensando en ese grupo de muchachos noruegos, reunidos en un campamento de verano, para jugar y reír como jóvenes, y también para pensar cómo hacer de su bello país un lugar aún más acogedor para la humanidad, que son acribillados por un ciudadano tan enloquecido como para no ver la belleza que lo rodea, tan aislado como para no apreciar la vida que florece a su alrededor. Hemos de ser soñadores comprometidos y valientes para impedir que los terroristas nos encierren en la autodefensa individualista y seguir adelante en nuestra determinación de vivir plenamente la vida.

Lo mismo vale para la empresa, que puede trascender su condición de lugar de trabajo para generar el dinero que cada individuo necesita para su propia subsistencia alineándose con el gran sueño de una humanidad renovada y madura. El conjunto humano que constituye una empresa puede hacerse preguntas más ambiciosas ¿Cuál sería un sueño enorme para todos ellos, uno que les devolviera el sentido épico a su existencia comunitaria? ¿Cuál sería su aporte a la humanidad, a su país, ciudad, barrio? Hoy las visiones van por el lado de ser la más grande, ser la mejor, etc., entregadas al paradigma de la escasez y la lucha por la sobrevivencia. ¿Qué tal si optáramos por la abundancia, la generosidad, la vida plena, sin renunciar, por supuesto, a la sustentabilidad? Y si fuéramos capaces de generar esos sueños compartidos al interior de las organizaciones, entonces la siguiente pregunta sería, nuevamente, ¿quiénes requerimos ser para alcanzar esos sueños? En un ambiente así, la transformación profunda se hace posible. Cómplices en el lenguaje, nos despertamos unos a otros cada vez que volvemos a los pilotos automáticos del miedo, el individualismo, la supervivencia. Y no lo hacemos desde la moral de los iluminados, ni para demostrar que somos mejores que el otro, sino desde el sueño compartido, desde la posibilidad sentida de un mundo más humano, de una vida experimentada en plenitud.

Los verdaderos líderes no suelen tener programas de acción. Saben dónde van, lo comunican con valentía, enrolan a otros en sus sueños. Las acciones surgen de los sueños y de las propias definiciones del ser. Cuando se sabe quien se es, y se es honesto con ello, no es posible generar acciones incoherentes. Vemos en los “indignados” que se manifiestan hoy públicamente en diversos lugares del planeta, la recuperación de sueños y, con ellos, la recuperación de la ciudadanía. Ciudadanía que nadie les arrebató, hay que decirlo, sino que ellos mismos entregaron para encerrarse en el individualismo, en el hedonismo, en el consumismo o en el fundamentalismo. Para ser un movimiento de brillantes posibilidades, los indignados hemos de ser, primero que nada, profunda y alegremente autocríticos. Y digo alegremente, porque la autocrítica no es para mancillarnos, ni humillarnos, sino para limpiarnos y prepararnos para el nuevo escenario.

jueves, marzo 06, 2014

Reflexiones sobre la educación para el mundo nuevo

En una jornada de reflexión en la Facultad de Educación de la Universidad Mayor, como fruto del interesante diálogo allí sostenido, me vino a la mente la siguiente pregunta: “¿Cómo prepararía yo a mis hijos si tuviera que enviarlos a un mundo completamente desconocido?”

Teniendo el privilegio de haber vivido ya más de 6 décadas, soy un testigo de los portentosos cambios experimentados por mundo en ese lapso, en una dinámica de creciente aceleración.

Porque estoy convencido de que mis hijos, al tomar el control autónomo de sus vidas, lo harán en un mundo que hoy nos es desconocido.

Nuestro modelo educativo actual fue un acto valiente y trascendental para asumir la realidad de un mundo nuevo que emergía a partir de la revolución industrial. Tomaron de ella nuestros ancestros los elementos que les parecieron más relevantes y construyeron ese modelo que Ken Robinson describe con tanta elegancia. Su tarea, sin embargo, no fue tan titánica como la que nos convoca hoy: no había una estructura ni un programa educativos tan complejos como el actual, no era tanto lo que había que deconstruir. Lo que había, sí, igual a hoy, era un escenario profundamente transformado.

La complejidad del modelo educativo actual, las enormes estructuras que importa, hacen que muchas personas se sientan dependientes de él para su propia supervivencia, en todos los planos. Es su zona cómoda, y la inercia, bien sabemos, nos lleva a permanecer dentro de esa zona, aunque ya no nos brinde los beneficios originales. “Más vale diablo conocido que santo por conocer” para ser la creencia sustentadora de esa zona cómoda. Importa destacar, aunque sea ya un lugar común, que la zona cómoda no es necesariamente “cómoda”. Vivimos con desagrados que se repiten incansablemente como un patrón, y no hacemos nada por cambiarlos porque ellos, de alguna manera difícil de explicar para mi,nos proporcionan seguridad. Tal vez debería llamrase “zona segura”. Y aunque podamos entender que el vivir puede ser cualquier cosa menos seguro, seguimos aferrándonos a esa falsa seguridad como un náufrago a una tabla. 

Un mundo nuevo es una red de relaciones que se apoya en creencias y paradigmas nuevos. Esas nuevas creencias generan nuevos comportamientos. Esos comportamientos son la parte visible del mundo. El motor oculto de esas conductas son las estructuras de creencias o paradigmas subyacentes.

Las estructuras verticales, basadas en las creencias religiosas de antaño, que se imaginaban (y construían) a las sociedades humanas como pirámides en las que el poder se ejercía con mayor o menor violencia en forma vertical, de arriba a abajo, están siendo reemplazadas exitosamente por redes de relaciones basadas en la confianza y unidas por propósitos comunes. Una educación vertical no prepara a los niños y jóvenes para integrarse con soltura y confianza a esas redes. Un mundo en el que la información está disponible en forma gratuita o a muy bajo costo y en gran abundancia, no necesita replicar su almacenamiento en la memoria humana; necesita la habilidad para encontrarla, seleccionarla, relacionarla y aplicarla.

Nuestros hijos estarán en ese mundo poco conocido. Algo sabemos de él: que es horizontal, es decir, el poder se comparte y emana del significado, de los propósitos de las sociedades humanas. Las personas se mueven empujadas por sus sueños comunes y no porque alguien les manda a hacerlo. La información está disponible y es abundante y cada día se crea más y más. El dinero va perdiendo su valor intrínseco y empieza a ser considerado sólo un medio (y, si atendemos a Zeitgeist) es probable que aún evolucione mucho más nuestra idea (y con ello, nuestro comportamiento) respecto de él. La curiosidad, el gusto de aprender serán claves esenciales para triunfar en ese mundo, así como la capacidad de establecer relaciones de alta confianza. Tendremos que desaprender aquello de que lo bueno es el éxito y volver a la idea de que lo que verdaderamente nos enseña es el error. El temor a fracasar es probablemente uno de los frenos más formidables para el desarrollo humano, individual y colectivo. Es uno de esos miedos que nos encierra en la zona cómoda y nos hace seguir haciendo siempre más de lo mismo, aunque sus resultados sean pobres.

La nueva educación implica un cambio de paradigmas que debe partir en el hogar, para luego replicarse en el colegio. Hay que dejar de pensar a los niños como “proyecto a futuro” y considerarlos en toda su riqueza presente en cada niño. Tendremos que dejar atrás al “paidagogos (ese esclavo que llevaba a los hijos de su amo, por la fuerza si fuere necesario, ante el preceptor) y recuperar el verdadero sentido de “edúcere”, ese verbo maravilloso que parte de la aceptación del niño como una semilla con todo el potencial para ser un gran árbol y acompañarlo en el proceso en que se descubre y desarrolla a sí mismo.

Hemos de dejar de considerar al profesor como el sol en torno al cual giran los niños como planetas sin luz propia, girando al ritmo del verbo esencial de la educación convencional - “enseñar” - y aceptar que sean ellos los soles que iluminen el aula con sus preguntas, sus juegos, sus desafíos, acompañados por un facilitador que les sugiere caminos, que les abre espacios para esos descubrimientos singulares, que los respeta, admira, quiere; que se regocija con sus triunfos, que los anima cuando se decepcionan, que les hace ver cuando se hacen trampa y se sabotean a sí mismo. En suma, que confía en ellos y en su potencial desde lo más profundo de sí mismo. Esto, ciertamente, no es una cosa de hacer. Esto no se puede fingir. El profesor ha de ser el modelo para los niños. Ël mismo ha de rescatar a su niño interior: alegre, entusiasta, confiado, apasionado, dúctil, paciente, empático, poderoso, comprometido, amoroso, libre, dispuesto a intentarlo una y mil veces hasta que logra que quiere, un aprendiz permanente, una obra de arte en constante autorrealización.

Si logramos esto en esas dos instituciones fundantes, hogar y colegio, pronto las organizaciones habrán de seguir el mismo patrón. Ya no necesitaremos jefes (y vemos cómo lo han entendido las empresas que lo están practicando) sino facilitadores de procesos de interacción en comunidades de aprendizaje y trabajo. Y estoy usando con toda intención la palabra “comunidades”, porque los equipos de tarea corresponden al mundo viejo, siempre orientados al hacer, con mínima atención a los seres involucrados en ese hacer. Personas encendidas por la pasión que les provoca un propósito compartido, unidas integralmente para llevarlo a cabo, entendiendo que los hacedores son, primeramente, seres; y que es desde el ser donde se origina todo hacer.

La educación actual es un aparato diseñado para someter. La del mundo nuevo será una educación para la libertad, como profetizara María Montessori hace ya más de un siglo; será una donde lo que el profesor diga en el aula será considerado lo menos importante, como declarara a su vez Rudolf Steiner, sino quien es él, qué tipo de energía derrama sobre los niños para invitarlos a encender sus propias luces.

La educación actual estandariza; la nueva, singulariza. El estándar es pura apariencia, obliga a fingir, lo que finalmente se traduce en la más brutal incomunicación y soledad. La singularidad libera, sincera las relaciones, invita a compartir y coordinar, genera comunicación de alta calidad, creatividad, innovación. 

Estamos invitados a crear el mundo nuevo. Es lo que somos como especie: la única (que yo conozco, al menos) que sueña y no se detiene hasta que hace realidad sus sueños, la única que logra vencer sus miedos con la curiosidad. Con esa habilidad fue que conquistó el fuego, asesino poderoso del que todos los seres vivos huyen despavoridos.

Ese hombre tan antiguo, el que vio en el fuego una oportunidad; ese niño curioso, explorador, creativo y porfiado que todos llevamos dentro (no está muerto, sólo duerme); es el que tenemos que rescatar. Ese es el poderoso creador de mundos nuevos. En ese tengo que transformarme, si en verdad quiero preparar a mis hijos para ir a un mundo desconocido.

martes, enero 15, 2013

Manifiesto Insurgente por el Acceso Libre al Conocimiento

La información es poder. Pero como con todo poder, hay quienes lo quieren retener para sí mismos. La herencia científica y cultural del mundo entero, publicada durante siglos en libros y revistas, está siendo digitalizada y puesta bajo llave en forma creciente por un pequeño grupo de corporaciones privadas. ¿Quierés tener acceso a los documentos con los más famosos resultados de las ciencias? Tendrás que mandarle un montón de plata a editoriales como Reed Elsevier.

Aaron Swartz
Están aquellos que luchan por cambiar esto. El Movimiento por el Acceso Abierto ha luchado valientemente para asegurarse que los científicos no cedan sus derechos de autor, sino que se aseguren que su trabajo sea publicado en Internet, bajo términos que permitan el acceso a cualquiera. Pero incluso en los mejores escenarios, su trabajo sólo será aplicado a las cosas que se publiquen en el futuro. Todo lo que existe hasta ahora, se ha perdido.

Ese es un precio muy alto a pagar. ¿Forzar a los académicos a pagar para poder leer el trabajo de sus colegas? ¿Escanear bibliotecas enteras para que solo la puedan leer el personal de Google? ¿Proveer artículos científicos a aquellos en las universidades de élite del Primer Mundo, pero no a los jóvenes del Sur del planeta? Es indignante e inaceptable.

"Estoy de acuerdo", dicen muchos, "¿pero qué podemos hacer? Las compañías detentan los derechos de autor, hacen enormes cantidades de dinero cobrando por el acceso y es perfectamente legal - no hay nada que podamos hacer para detenerlos". Pero sí hay algo que podemos hacer, algo que ya está siendo hecho: podemos luchar.

A ustedes, con acceso a estos recursos - estudiantes, bibliotecarios, científicos - se les ha otorgado un privilegio. Ustedes pueden alimentarse en este banquete del conocimiento, mientras el resto del mundo queda fuera. Pero no es necesario - de hecho, moralmente, no es posible - que se queden con este privilegio solo para ustedes. Tienen el deber de compartirlo con el mundo. Y lo han hecho: intercambiando contraseñas con colegas, haciendo solicitudes de descarga para amigos.

Mientras tanto, aquellos de ustedes que se han quedado fuera, no están cruzados de brazos. Han estado atravesando agujeros sigilosamente y trepando vallas, liberando la información encerrada por las editoriales y compartiéndola con sus amigos.

Pero todas estas acciones suceden en la oscuridad, escondidas en la clandestinidad. Se les llama robo o piratería, como si compartir la riqueza del conocimiento fuera el equivalente moral de saquear un barco y asesinar a su tripulación. Pero compartir no es inmoral - es un imperativo moral. Sólo aquellos que están cegados por la codicia se negarían a hacerle una copia a un amigo.

Las grandes corporaciones, por supuesto, están cegadas por la codicia. Las leyes bajo las que operan lo requieren - sus accionistas se sublevarían por mucho menos. Y los políticos a los que se han comprado los apoyan, aprobando leyes que les dan el poder exclusivo de decidir quién puede hacer copias.

No hay justicia alguna en obedecer leyes injustas. Es tiempo de salir a la luz y en la gran tradición de la desobediencia civil, declarar nuestra oposición a este robo privado de la cultura pública.

Necesitamos tomar la información, donde sea que esté guardada, hacer nuestras copias y compartirlas con el mundo. Necesitamos tomar las cosas que están libres del derecho de copia y agregarlas a este archivo. Necesitamos comprar bases de datos secretas y ponerlas en la Web. Necesitamos descargar revistas científicas y subirlas a redes de archivos de acceso liberado. Necesitamos pelear desde la insurgencia por el Acceso Abierto y Libre al conocimiento.

Si somos los suficientes, alrededor del mundo, no sólo enviaremos un fuerte mensaje de oposición a la privatización del conocimiento - la haremos una cosa del pasado. ¿Te unirás a nosotros?

Aaron Swartz
 Julio 2008, Eremo, Italia

martes, enero 08, 2013

Dar y recibir - El paisaje interno - Humanizar la tierra

por Silo
  1. Veamos qué relación estableces con tu paisaje externo. Tal vez consideres a los objetos, las personas, los valores, los afectos, como cosas expuestas ante ti para que elijas y devores de acuerdo a tus especiales apetencias. Esa visión centrípeta del mundo, probablemente marque tu contradicción desde el pensamiento hasta los músculos.
  2. Si tal es el caso, con seguridad que todo lo que se refiere a ti será muy apreciado, tanto tus placeres, como tu sufrimiento. Es difícil que quieras sobrepasar tus íntimos problemas, ya que en ellos reconoces un tono que, por sobre todas las cosas, es tuyo. Desde el pensamiento hasta los músculos, todo está educado para contraer, no para soltar. Y, de este modo, aún cuando procedes con generosidad, el cálculo motiva tu desprendimiento.
  3. Todo entra. Nada sale. Entonces todo se intoxica desde tus pensamientos a tus músculos.
  4. E intoxicas a cuantos te rodean. ¿Cómo podrías luego, reprochar su "ingratitud" para contigo?.
  5. Si hablamos del "dar" y de la "ayuda", tú pensarás sobre lo que te pueden dar, o acerca de cómo te deben ayudar. Pero he aquí que la mejor ayuda para que pudieran darte, consiste en enseñarte a relajar tu contradicción.
  6. Digo que tu egoísmo no es un pecado, sino tu fundamental error de cálculo, porque has creído ingenuamente, que recibir es más que dar.
  7. Recuerda los mejores momentos de tu vida y comprenderás que siempre estuvieron relacionados con un dar desprendido. Esta sola reflexión, debería ser suficiente para cambiar la dirección de tu existencia... Pero no será suficiente.
  8. Es de esperar que esté hablando para otro, no para ti, ya que habrás comprendido frases "humanizar la tierra", "abrir el futuro", "sobrepasar el sufrimiento en el mundo que te rodea" y otras cuantas más que tienen como base la capacidad de dar.
  9. "Amar la realidad que se construye" no es poner como clave del mundo, la solución a los propios problemas.
  10. Terminemos esto: ¿Quieres sobrepasar tu contradicción profunda? Entonces, produce acciones válidas. Si ellas son tales, será porque estás dando ayuda a quienes te rodean.

De la salud comercial a la salud espiritual

Una cosa es hacer más eficiente la gestión de salud y otra muy diferente ha resultado la aplicación de las lógicas de mercado al sector.

Un mercadista diría que estamos frente a un típico caso de incentivos perversos. Y no le faltaría sustento a tal juicio. Los pacientes dejaron de serlo para convertirse en clientes. Cada oferente en el mercado busca maximizar los beneficios que obtiene de sus clientes, vale decir, obtener el máximo diferencial entre sus costos y sus ingresos y fidelizar al cliente ojalá durante toda su vida.

Ello explica que los laboratorios investiguen y desarrollen remedios nuevos que deban ser utilizados permanentemente y que de preferencia vayan a los sectores de mejores recursos, a los que se les puede cobrar más. También explica que las clínicas tengan valores superiores a hoteles de 5 estrellas y que los médicos ordenen exámenes a granel y programen visitas periódicas de sus clientes.

Y como hay que incentivar la demanda, se utilizan dos métodos. El primero, clásico, asustar a los clientes para que dejen de pensar y se abalancen a consultas, clínicas y farmacias, cuyo fin, en esta lógica de mercado, dejó de ser la salud y pasó a ser la utilidad financiera.

El segundo, muy tentador, consiste en la integración vertical. Para aumentar la demanda, hay que incrementar las enfermedades. Así que el mismo laboratorio que crea los remedios, se interna, por ejemplo, en la investigación de transgénicos, creando semillas que germinarán y producirán alimentos cuya ingesta constante hará necesario el posterior uso de medicamentos. Y para hacer crecer esas plantas, también desarrollan insecticidas y herbicidas que condenan a esas tierras al uso constante de más transgénicos, porque ya no tienen la riqueza biológica necesaria para el desarrollo de alimentos orgánicos.

En un pequeño lapso de tiempo, formidables intereses y gigantescas fortunas han crecido al amparo de esta lógica, alcanzando suficiente poder como para dominar a los estados, obligándolos a regular a su favor. El caso de Monsanto, entre otros, ha sido suficientemente documentado en las redes sociales.

Todo esto parece, a primera vista, un panorama desolador. Sin embargo, yo creo que son buenas noticias. Entregado el Estado a los grandes poderes económicos, el ciudadano común ha sido despojado de la droga proteccionista que éste le proporcionaba y sólo cuenta consigo mismo para defenderse. En esta lógica de mercado, el poder sicológico ha estado, hasta ahora, del lado de las corporaciones; pero el poder real - y ellas lo saben muy bien, por eso dedican tantos recursos a marketing y publicidad - está en los llamados consumidores. Cuando los consumidores se den cuenta que compran no por necesidad sino por el pulso de astutas creencias instaladas en su mente, que las cosas se venden sólo porque ellos las compran, y recuperen para sí mismos la condición de ciudadanos y de comunidad, podrán empezar a controlar el mercado seleccionando inteligente y sensitivamente sus adquisiciones. El caso de la salud es el más profundo, porque apela al temor a la muerte. Los primeros cristianos, perseguidos, torturados y asesinados por el imperio, corrían cantando a su martirio, porque estaban convencidos de que la muerte era su opción más luminosa. Las religiones han ayudado enormemente a expandir el miedo a la muerte, desde que son instrumentos imperiales de control del comportamiento.

Estoy hablando de una nueva espiritualidad, que no necesita de religiones, sino de conexión con la esencia de lo humano. Este ser cultural, arrojado en la historia, capaz de convertir sus sueños en realidad, capaz de empatar el temor a la muerte con la curiosidad y el instinto de crecer, puede elevar su nivel de conciencia hasta experimentar la plenitud de la vida, especialmente si la entiende como una etapa de un viaje y no como todo lo que hay. Así, despedirá a sus muertos como se despide en la estación a quien se va de viaje: con la alegría por la experiencia que inicia, con tristeza por la separación que ello implica, y con la certeza de la futura reunión. Y mientras dura el viaje, en vez de cosificarse en adquisiciones vacías, dará rienda suelta a su curiosidad y se embarcará en la aventura de crecer, elevando su conciencia hacia explicaciones más luminosas y posibilitarias. Será cuando deje de creer que su ser está atado a sus posesiones y empiece a creer que su desarrollo pasa por servir amorosamente a los demás. No soy lo que tengo, soy lo que doy.

jueves, octubre 14, 2010

Ser cristiano en nuestra sociedad plural y laica

por José M. Castillo, teólogo

Este interesante artículo que nos envía directamente el autor, corresponde a una conferencia impartida el invierno pasado en Valencia. Su mensaje sigue siendo perfecta mente válido en el Otoño de 2010 (Redacción de R. C.)

I. Introducción: la raíz del problema
Para empezar, vamos a ir derechamente al fondo del problema. A mi manera de ver, el problema, que aquí tenemos que afrontar, se puede (y creo que se debe) plantear en estos términos: la condición necesaria e indispensable, para poder entender y vivir el cristianismo, está en que éste se pueda vivir y practicar, no en lo religioso y desde lo religioso, no en lo sagrado y desde lo sagrado, sino en lo profano y desde lo profano, en lo laico y desde lo laico.
Ahora bien, hoy nos damos cuenta de que, en este momento, estamos en condiciones de afirmar que Jesús fue un hombre profundamente religioso (por su constante relación con el Padre del cielo y por su intensa vida de oración), pero al mismo tiempo fue un laico, que vivió su religiosidad y presentó su religiosidad de forma que entró en conflicto con la religión (con la Ley, el Templo y los Sacerdotes). Y sabemos que aquel conflicto terminó siendo mortal, en el sentido más literal de la palabra. Jesús, en efecto, fue perseguido, juzgado, condenado y asesinado por la Religión.
Ahora bien, desde el momento en que las cosas sucedieron así en los orígenes del cristianismo, se nos plantean dos problemas de gran calado en los que (según creo) muchos cristianos no piensan: 1) La gran dificultad que tenemos para entender a Cristo. 2) La gravedad del problema religioso y cristiano que estamos viviendo.
1. Nuestra comprensión de Cristo. Si Jesús vivió como sabemos y murió por lo que sabemos, tenemos el derecho y el deber de preguntarnos cómo es posible, desde la Religión, entender a un hombre (Jesús) que fue rechazado y asesinado por la Religión. Y por tanto, cómo podemos, desde nuestra identificación con la Religión, vivir y practicar un proyecto y un mensaje que fue rechazado tan brutalmente por la Religión.
Al hablar de este asunto, es importante tener en cuenta que, cuando hablamos de nuestra identificación con la Religión, nos referimos ante todo a un hecho cultural y sociológico: hemos nacido y hemos sido educados en una cultura religiosa y en una sociedad marcada por la Religión. De forma que, seamos o no seamos conscientes de ello, estemos o no estemos de acuerdo con ello, el hecho religioso es un elemento constitutivo de nuestras propia identidad. Incluso en el caso de aquellas personas que se consideran agnósticas o ateas. Porque también esas personas han construido su propia identidad en una cultura religiosa y en una sociedad configurada (en buena medida) por la Religión.
2. El problema religioso-cristiano que estamos viviendo. La Religión está representada y es gestionada, en nuestra sociedad, por una institución, que es la Iglesia. En el caso concreto de España, por la Iglesia católica, que es, no sólo una institución religiosa, sino que además es un Estado. Lo cual quiere decir que las relaciones de la sociedad con la Religión son, no sólo relaciones religiosas, sino además (e inevitablemente) también relaciones políticas. Como es bien sabido, estas relaciones han sido con frecuencia problemáticas y a veces conflictivas. Pero, mientras duró el Antiguo Régimen, los conflictos entre religión y sociedad fueron siempre conflictos de poder, siempre dentro del hecho religioso, que era aceptado por todos, lo mismo por el poder político que (como es lógico) por el poder religioso.
Los conflictos cambiaron radicalmente de sentido a partir de la Ilustración y con el nacimiento de la Modernidad. Porque ya no eran conflictos de poder en una sociedad religiosa, sino confrontaciones entre la religión y la sociedad, entre la Iglesia de siempre y la nueva cultura. Y ahora, con la Posmodernidad, los problemas se han agudizado y han llevado la tensión al límite. Porque, en este momento, ya no se trata del conflicto entre la sociedad y la Iglesia. Se trata de una situación mucho más radical. En este momento, el problema está en que el cristianismo se está saliendo de la Iglesia. El cristianismo se vive en la sociedad laica, tolerante, plural, defensora de los derechos y de la dignidad de las personas. La religión sigue en la Iglesia, en su sacralidad, en su dignidad, en sus poderes y privilegios.
Pero ahora comprendemos, mejor que nunca, que desde la religión, desde el poder de la religión, desde la dignidad de lo sagrado, no es posible ni comprender, ni vivir el cristianismo, el mensaje de un hombre (Jesús) que, insisto, fue perseguido por la religión, condenado por la religión, asesinado por la religión, en el despojo de todo poder y de todo privilegio, en el abandono y la exclusión de un subversivo que se vio rechazado por el Templo, por la Ley y por los Sacerdotes.
II. El cristianismo “oficial” en la sociedad actual
El mensaje y la vida de Jesús ha sido históricamente gestionado y controlado por la Iglesia. Es decir, la “memoria subversiva” (J. B. Metz) de Jesús ha sido conservada por una institución (la Iglesia) que, con el paso de los años y por virtud de un lento proceso, que ahora no es el momento de recordar, de hecho, terminó por constituirse en: 1) Una Religión. 2) Que es, de hecho, la Religión de Occidente.
No podemos, en los reducidos límites de esta exposición, analizar en toda su complejidad y en sus múltiples detalles este fenómeno de transformación. Lo que sí puedo (y debo) decir es que, a estas alturas de la historia, somos muchos los que vemos esta transformación como un proceso de adulteración e incluso de descomposición del proyecto original, tal como nos lo describen los documentos fundacionales del Nuevo Testamento y lo que sabemos con seguridad que ocurrió en los siglos siguientes. Para lo que aquí nos interesa, sólo quiero fijarme en las dos cuestiones que acabo de apuntar.
1. El cristianismo como Religión. Por lo que nos relatan los evangelios, podemos afirmar con seguridad que Jesús no pensó fundar una Iglesia. Ni pensó fundar una nueva Religión. Jesús fue in judío que se dio cuenta de que la Religión, a partir de lo que él vio y vivió en el judaísmo del siglo primero, no es ni lo que Dios quiere, ni lo que el mundo necesita. Advierto que, cuando hablo de “Religión”, no me refiero solamente a la Religión de Israel. Me refiero a la Religión tal como Jesús la pudo ver y vivir en su pueblo y en su tiempo.
Es decir, me refiero a una Religión: 1) monoteísta y, por tanto, excluyente; 3) nacionalista; 4) centrada en tres pilares fundamentales: la ley, el templo, los sacerdotes. Por supuesto, Jesús se relacionó con el Padre del cielo y habló del Padre del cielo. Pero jamás habló de un Padre “excluyente” de gentes que tuvieran otras creencias o que procedieran de otras culturas. Ni tampoco habló Jesús de un Padre “nacionalista”, es decir, un Padre pensado para un pueblo y en el que ese pueblo (y nada más que ese pueblo) encuentra a “su Dios”.
Y tampoco, por supuesto, Jesús habló de un Padre ligado a las observancias de la Ley, al que se le encuentra en el Templo, y cuyos mediadores son los funcionarios de “lo sagrado”, los Sacerdotes, mediante sus ceremoniales, sacrificios, ritos y observancias. Nada de esto aparece, por ninguna parte, en el Nuevo Testamento. Y es bien curioso que cosas tan fundamentales, para la mentalidad eclesiástica actual, no se digan en ningún momento en todos los escritos o documentos fundacionales del cristianismo. Más bien, se afirma insistentemente todo lo contrario:
1) El Padre de Jesús no excluye a los pecadores, a los publicanos, a los samaritanos, al centurión romano, a la mujer siro-fenicia, a los extranjeros, a los presos, a los endemoniados, a los paganos, más aún, se trata de un Padre que trata a todos por igual, como hacen el sol o la lluvia, lo mismo a malos que buenos, lo mismos a justos que a pecadores. Evidentemente, este Dios no encaja en el esquema de ninguno de los “dioses monoteístas” que, desde los lejanos tiempos en que aún estaba vigente el henoteísmo, han justificado y fomentado, no ya sólo la exclusión, sino sobre todo la violencia contra los dioses falsos y sus fieles observantes.
2) El Padre de Jesús no tolera a los nacionalistas fanáticos, como quedó patente en el episodio de la visita de Jesús a Nazaret (Lc 4, 14-30). Allí, al leer el pasaje de Is 61, 1-2, Jesús habló del Dios que libera a los cautivos y oprimidos, pero suprimió la alusión al “día del desquite del Señor nuestro Dios”, referida a la victoria de Israel sobre los paganos (Is 61, 3). Y para que la cosa quedara enteramente al descubierto, cuando Jesús notó que todos se le ponían en contra (Lc 4, 22), insistió en su postura recordando los casos de Elías y Eliseo, cuando ambos antepusieron a personas extranjeras a los necesitados israelitas. Y sabemos que la reacción de los nacionalistas fue tan fuerte, que quisieron matar a Jesús allí mismo.
3) La religión de Jesús no se asienta ni tiene su consistencia en los tres pilares fundamentales de no pocas religiones, concretamente la religión que vivió Jesús en su tiempo:
a) La ley: Jesús dijo que no vino a abolirla, sino a llevarla a su “plenitud” (Mt 5, 17). Jesús planteó esta “plenitud” en dos direcciones contrapuestas, que podemos calificar como, la primera, línea de exigencia mayor y la segunda, línea de liberación mayor: Jesús impuso una mayor exigencia de la ley en cuanto se refiere a las relaciones humanas: no matar, sino ni insultar (Mt 5, 21-22); no adulterar, sino ni desear lo ajeno (Mt 5, 27-28; nada de desigualdad de derechos entre el hombre y la mujer (Mt 5, 31-32; 19, 1-12 par); no jurar, sino que sea suficiente la palabra humana (Mt 5, 33-37); no sólo se rechaza la ley del talión, sino generosidad sin límites (Mt 5, 38-42); nada de odio al enemigo, sino amor a todos sin distinción (Mt 5, 43-48); en definitiva, para Jesús, la plenitud de la ley es el amor (M t 7, 12; cf. Rom 13, 10).
Por el contrario, en la línea de mayor liberación, Jesús quebrantó insistentemente las normas religiosas relativas a la observancia del sábado (Mc 2, 23-27; 3, 1-6 par), al ayuno (Mc 2, 18-22 par), a las purificaciones rituales (Mc 7, 1-7), a las prohibiciones de alimentos (Mc 7, 14-19). b) El templo: Por lo que cuentan los evangelios, Jesús jamás acudió al templo para participar en las ceremonias sagradas o en el los sacrificios y el culto ritual establecido; cuando se habla de Jesús en el templo, es para hablar a la gente, ya que era el lugar de mayores concentraciones humanas en Israel; por otra parte, sabemos que Jesús le dijo a la mujer samaritana que ha llegado la hora en que los verdaderos adoradores no adorarán a Dios en templo alguno, sino “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 21-24); pero, sobre todo, lo más fuerte, en la vida de Jesús, fue su acción violenta contra el templo, al que calificó como una “cueva de bandidos” (Mt 21, 13 par), un hecho escandaloso y que fue determinante, para la condena a muerte, en el juicio religioso (Mt 26, 61 par) y que fue lo que le echaron en cara a Jesús en las burlas ante la cruz (Mt 27, 40 par); por lo demás, Jesús había anunciado la total y definitiva destrucción y ruina del templo (Mt 24, 1-2 par); decididamente, el Dios de Jesús no está en el templo, sino en las relaciones humanas y, sobre todo, en el comportamiento de cada cual con los que sufren (Mt 25, 31-46). c) Los sacerdotes: la relación de Jesús con ellos, por los datos que nos dan los evangelios, fue, más que distante, de claro y durísimo enfrentamiento; con los “simples sacerdotes”, como sabemos por la parábola del buen samaritano (Lc 10, 31), y sobre todo con los “sumos sacerdotes”, que, cuando aparecen en los evangelios y en el libro de los Hechos, es para presentarlos, jamás como representantes de Dios, sino siempre como agentes de sufrimiento y muerte (Mc 8, 31 par; 10, 33 par) especialmente en la condena a muerte (Jn 11, 47-53) y en el relato de la pasión.
Conclusión: decididamente, la religiosidad de Jesús no se limita, ni se identifica con “lo sagrado”. Por el contrario, donde tiene su presencia y donde se realiza es en “lo laico”, lo que es común a todos los seres humanos, de forma que la religiosidad que nos enseñó Jesús es la religiosidad que no excluye a nadie, ni se enfrenta con nadie, sino que se vive, como la vivió Jesús, en la relación con el Padre, en la oración que se hace en la soledad de lo escondido, y poniendo la insistencia mayor en las mejores relaciones humanas que podemos tener con los demás. Después explicaré la razón última y determinante de la laicidad del cristianismo.
2. El Cristianismo como Religión de Occidente. Por razones históricas, que todos conocemos, el cristianismo no se expandió hacia Asia, sino que se insertó en las culturas mediterráneas, poniendo su centro en el centro del Imperio, en Roma. Así las cosas, pasó lo que tenía que pasar: paulatinamente, las comunidades cristianas se fueron configurando como grupos humanos, que vivían simultáneamente de la tradición del Evangelio y al mismo tiempo de la cultura de Occidente.
La consecuencia, inevitable y lógica, que esto ha tenido es que el Cristianismo que ha llegado hasta nosotros no es sólo el “recuerdo” de Jesús y la “forma de vida que nos trazó Jesús”, sino que, además de eso, es también la herencia de una cultura: la cultura greco-romana que configuró el Imperio. Como es sabido, el 28 de febrero de 380, los emperadores Graciano, Valentiniano II y Teodosio I formularon su proyecto: “Deseamos que todos los pueblos a los que gobierna la moderación de nuestra clemencia se mantengan en la religión que ha transmitido a los romanos el santo apóstol Pedro” (Cth XVI, 1, 2).
A partir de entonces, la “religiosidad de Jesús” y el “mensaje de Jesús” quedaron oficialmente deformados. El Evangelio comenzó a ser así la fusión del mensaje de Jesús con los dos grandes legados que nos dejó la cultura greco-romana: la filosofía helenista y el derecho romano. De forma que la Iglesia que ha llegado hasta nosotros es fruto, por supuesto, del Evangelio. Pero también es el resultado de una teología profundamente marcada por el pensamiento helenista; y un código legal marcado por el derecho romano.
Las consecuencias, que de todo esto se han seguido, no son fáciles de analizar. Y menos aún se pueden describir en el reducido espacio de este trabajo. En todo caso, debo llamar la atención sobre dos hechos que me parecen de especial relevancia para la Iglesia y para la vida cristiana: 1) Un pensamiento determinado más por la metafísica que por la historia, es decir, más preocupado por el “ser” que por el “acontecer” (B. Welte).
Por eso a la Iglesia y a su teología le interesa más, por ejemplo, saber quién es Dios o Jesús, que tener presente lo que sucede cuando Dios está presente o cuando Jesús es el que conduce nuestra vida. Esto ha tenido una influencia de enormes consecuencias, por ejemplo, en el dogma cristológico. Y, antes que eso, en el mismo “Credo” de la Iglesia. 2) Un derecho eclesiástico en el que el derecho romano ha dejado su marca en asuntos de enorme importancia, por ejemplo, la idea y la praxis del poder y la autoridad. Un idea que, tal como se entiende y se pone en práctica en la Iglesia, no se fundamenta en el Evangelio, sino en el derecho romano.
La conclusión de todo lo dicho es clara: el cristianismo “oficial” y la Iglesia institucional representan un hecho global inadaptado en la sociedad y en la cultura actual. Aquí vendrá bien recordar que la religión que ha tenido una duración más larga, en la historia de la civilización, es la primera de las religiones que conocemos, la religión de Mesopotamia. Pues bien, Jean Bottéro ha dicho, refiriéndose a esta antiquísima religión, que la edificaron sus devotos “a través de numerosas etapas, poco a poco, en perfecta coherencia con su propia manera de ser, de vivir, de ver y de pensar”.
Ahora bien, esto precisamente es lo que no tiene nuestro cristianismo “oficial”, ni nuestra Iglesia. El cristianismo que ve la gente y la Iglesia que ve la gente no están edificados en perfecta coherencia ni con la manera de pensar, ni con la forma de vivir de la gran mayoría de las gentes de nuestro tiempo. Por eso, desde no pocos puntos de vista, La Iglesia y su mensaje no interesa. Y, lo que es peor, con frecuencia provoca rechazo.
III. Cristianismo, laicidad y pluralismo
Como ya he dicho en el apartado anterior, el Evangelio es el gran relato de un conflicto. Por supuesto, el Evangelio nos habla de Dios, nos habla de Cristo, nos habla de la Religión y de las exigencias éticas que todo eso comporta. Pero nos habla esas cosas de forma que aquello desencadenó pronto un enfrentamiento, que se fue agravando hasta acabar en un conflicto mortal. Y - dando un paso más - este conflicto fue concretamente el conflicto entre Jesús y la Religión. Esto es lo que más destacan los cuatro evangelios.
Sabemos, sin duda, que la muerte violenta de Jesús estuvo condicionada por motivos políticos, como consta por el título que pusieron sobre la cruz; y por el hecho de que sólo el procurador romano era el que podía dictar pena de muerte en cruz. Pero, en todo caso, está fuera de duda que la decisión de matar a Jesús y la presión que se hizo para que muriera crucificado, todo eso, provino de los dirigentes religiosos, que llegaron a la convicción de que lo que Jesús transmitía y lo que ellos representaban eran dos cosas incompatibles.
El relato de Jn 11, 47-53 tiene, en este sentido, un valor histórico decisivo. Porque describe el momento en que se vio con toda claridad que era necesario y urgente tomar una decisión: o por el proyecto de Jesús o por el proyecto de los sacerdotes. Es decir, lo que allí se planteó con toda crudeza fue este dilema: o el Evangelio o la Religión.
Pero, antes de seguir adelante, conviene hacer dos advertencias: 1) No se le debe dar a este enfrentamiento una interpretación moralizante, en el sentido de explicarlo todo por la maldad de los dirigentes religiosos que se enfrentó a la bondad de Jesús. Analizando las causas del conflicto, se advierte que muchos de los dirigentes religiosos tenían que ser, sin duda, hombres de buena voluntad.
Pero lo que Jesús rechazó no fue la mala voluntad, sino hechos que dan pie a que uno proceda mal y encima tenga argumentos para justificar su mal proceder. Algo que suele ocurrir con frecuencia en no pocos ambientes religiosos. 2) No se le debe dar a este enfrentamiento una interpretación antijudaizante, en cuanto que puede haber motivos para pensar que el Evangelio es el enfrentamiento de Jesús con el judaísmo.
La Iglesia, su teología y su liturgia le han dado esta “interpretación antisemita” al conflicto y a la muerte de Jesús. Pero digamos abiertamente que esta interpretación nació de una conveniencia: a la Iglesia le convenía (y le conviene) cargar la responsabilidad sobre los judíos porque la Iglesia no estaba (ni está) dispuesta a aceptar que ella es la que ha convertido el Evangelio en Religión. A la Iglesia le va mejor con la Religión que con el Evangelio. Porque el Evangelio es una “memoria peligrosa”, mientras que la Religión es una “práctica privilegiada”. Dicho más claramente: el Evangelio lleva a la Iglesia a situaciones conflictivas, como le pasó a Jesús, mientras que la Religión sitúa a sus dirigentes en posiciones de privilegio, de poder, de dignidad y de seguridad.
Para comprender el significado y el alcance de este enfrentamiento y de esta incompatibilidad entre el Evangelio y la Religión, es enteramente necesario analizar, al menos sumariamente, dos cosas: 1) Lo que representa la Religión como conjunto de mediaciones a través de las cuales el ser humano pretende relacionarse con Dios. 2) Cómo el cristianismo entiende y se representa a Dios.
1. Las mediaciones de la Religión. Aquí hablamos concretamente de tres cosas que son fundamentales en la comprensión y en la práctica de la Religión:
1) La Ley: para el “hombre religioso”, la Ley divina es la voluntad de Dios, más aún, es la revelación enseñada por Dios a sus fieles. En Israel, es fundamentalmente la Torá, que consiste básicamente en el Pentateuco. En otras tradiciones religiosas, como es el casi del islam, la Ley se contiene en el Corán, un texto intocable, que no admite interpretación alguna. A partir de estos supuestos, la Ley se absolutiza.
Es decir, se constituye en un absoluto, que se antepone a cualquier otra cosa: de la misma manera que Dios está siempre y necesariamente por encima del hombre, lo divino por encima de lo humano, así también las obligaciones que impone la Torá están siempre por encima de las necesidades que brotan de la condición humana. La consecuencia inevitable de este planteamiento es que lo humano queda así supeditado siempre a lo divino.
Hasta el extremo de que, si es preciso, por asegurar la supremacía de lo divino sobre lo humano, se puede llegar a causar sufrimiento, marginación, exclusión y hasta muerte, con tal de garantizar la superioridad de lo divino sobre lo humano. Así las cosas, el conflicto de Dios con el hombre está asegurado. Y también, como es lógico, la violencia de la Religión, que se convierte así en motivo determinante de conflictos, divisiones, enfrentamientos, guerras y muerte.
2) El Templo: ya se entienda como hieros (“sagrado”) o como naos (“santuario” = el lugar donde habita la divinidad), supone siempre el espacio sagrado, que se contrapone al espacio profano. Así, la realidad queda dividida, partida y separada. De una parte, el lugar o sitio “donde está Dios” y, por tanto, “donde se encuentra a Dios”. Es, pues, el lugar del respeto, la reverencia, la dignidad, el privilegio. Y de otra parte, el espacio profano, laico, no-religioso, donde la gente vive y convive, trabaja, disfruta y sufre, se cansa y descansa, se quiere y se odia, produce, etc. Si el Templo es el lugar de Dios, la calle, la casa, el campo, la ciudad, son el lugar de la vida.
La consecuencia, que se sigue de lo dicho, es doble: a) ante todo, el Templo, al ser un lugar privilegiado, santo, donde Dios mismo está presente, por eso mismo puede convertirse en lo que, de hecho, se puede convertir (como ocurrió con el Templo de Jerusalén) en “una cueva de bandidos”; b) por otra parte, al ser el espacio propio del Altísimo, necesita una estructura y hasta una arquitectura que diferencia al Templo (donde habita Dios) de la casa (donde habita el hombre). De ahí la grandiosidad, la solemnidad, el boato y el lujo que suelen distinguir a tantos templos (catedrales…) De las humildes viviendas de la mayor parte de los simples ciudadanos.
Lo cual entraña dos consecuencias: 1ª) los templos son lugar de encuentro con Dios, de práctica religiosa, de respeto y observancia, en tanto que el espacio profano es lugar de encuentro con los demás seres humanos, de donde resulta que el encuentro con Dios y el encuentro con los seres humanos quedan separados, situados en ámbitos distintos y, con frecuencia, no tienen que ver el uno con el otro. 2ª) los templos ofrecen una representación de Dios de grandeza, de majestad, de poder, de solemnidad…, que poco tienen que ver con lo que son y viven la inmensa mayoría de los mortales. Los templos han alejado a Dios de los seres humanos. Y han representado a Dios de forma poco menos que inasequible para los simples ciudadanos.
3) Los Sacerdotes: de la misma manera que el Templo es el “espacio sagrado”, los sacerdotes son los “hombres consagrados”. Por tanto, hombres “puestos aparte”, es decir, “separados”. Y, por tanto, hombres privilegiados. Hombres, por tanto, dotados de un poder y de una dignidad que no está al alcance de los demás. Así, los fieles cristianos quedan - al igual que ocurre con el espacio - divididos en dos bloques: los “ordenados”, de una parte, la “plebe”, de otra. Y por tanto, los clérigos y los laicos.
Por eso, y como es lógico, la Religión, al dividir a los ciudadanos en dos clases o grupos, diferenciados de forma “esencial” y no meramente “gradual” (“essentia et non gradu”) (Conc. Vat. II. LG 10, 2), por eso mismo la presencia de la Religión en la sociedad se ve erizada de dificultades. Porque, a partir de estas divisiones, diferencias y privilegios de orden religioso, se suele hacer presente la tentación y la pretensión de exigir para los clérigos poderes y privilegios que no están al alcance de los laicos. Y bien sabemos que, en cuanto en una sociedad se introduce esta división de ciudadanos, las conflictividad está servida.
2. El Dios del Evangelio. El cristianismo, desde el primer momento (antes de que a los seguidores de Jesús se les llamara “cristianos”: Hech 11, 26), tuvo el atrevimiento de proclamar su fe en un “Dios crucificado”. Como es lógico, en una cultura en que la muerte en cruz era el “servile supplicium”, del que habla Tácito (Hit. 4, 11), el tormento que arrancaba el honor y la dignidad del “ciudadano romano”, como explica Cicerón en su diatriba contra Verres (In Verrem, II, 5, 64), porque era la más degradante de acabar con esclavos, extranjeros y subversivos contra el Imperio, evidentemente unir la palabra “Dios” con la muerte, y con la muerte en “cruz”, representaba una locura y una burla. Por eso nada tiene de extraño que la primera imagen de un crucifijo, de la que se ha podido tener noticia, es de hacia el año 200 (d. C.).
Y es una imagen blasfema. Porque se trata de un dibujo con graffiti, que se encontró (en 1856) en una de las dependencias de la servidumbre imperial en el Palatino de Roma. El tosco esbozo allí pintado representa a un hombre crucificado y con cabeza de burro. Debajo escribieron: Alesamenos sébete theom: “Alejandro adora a Dios”. Y es que, en tiempos del Imperio, un “Dios crucificado” era una burla tan impresentable, que sólo se podía representar como la adoración de un asno. Esto era tanto como afirmar la inversión total de la Religión.
Pues bien, estando así las cosas y en una cultura que podía unir de esa forma a Dios con la cruz, se comprende que san Pablo, en la primera carta a los corintios, explique a Jesucristo crucificado hablando de la “locura (morós) de Dios” y de la “debilidad (asthenés) de Dios” (1 Cor 1, 25), evidentemente no es el Dios “todopoderoso” (pantokrátor) al que confesamos en el Credo, según la conocida fórmula del concilio de Nicea (DH 125). Un Dios “débil” y “loco” no tiene sitio en nuestro sistema cultural, ni en nuestra escala de valores, ni en lo más elemental de nuestras convicciones religiosas. Por la sencilla razón de que hablar de esa manera de Dios, desde los criterios que conforman a una Religión, sea la que sea, es no sólo la mayor falta de respeto en que podemos incurrir, sino algo mucho más radical: eso equivale a negar a Dios y a burlarse de la Religión.
Por eso, seguramente, la mayor dificultad que tenemos los cristianos, para entender el cristianismo, es precisamente la Religión. Lo he dicho antes. Y tengo que insistir ahora en ello. Nosotros estamos familiarizados con la imagen de Cristo crucificado. Es más, no sólo estamos familiarizados con esa imagen. El problema está en que, además de familiaridad, ante Jesús crucificado, se movilizan en nosotros los sentimientos más nobles y más profundos: respeto, admiración, devoción, piedad, generosidad, esperanza. Y todo eso, por supuesto, es perfectamente comprensible.
Pero es comprensible porque siempre nos han dicho que un crucifijo es una “imagen religiosa”, cuando, en realidad, Jesús colgado en una cruz, fuera de las puertas de la “ciudad santa”, fue históricamente algo que no tuvo que ver absolutamente nada con la Religión. Peor aún, si los sumos sacerdotes tuvieron tanto empeño en que no bastaba matarlo, sino que era necesario crucificarlo (Jn 19, 6. 15-16; Mt 27, 22-26 par), eso sucedió así porque los sacerdotes vieron que el rechazo más radical, que la Religión podía hacer del Evangelio, se realizaba precisamente colgando a Jesús de un cruz. No hemos entendido la cruz porque no hemos entendido el Evangelio. Lo que, en último término significa que, en realidad, lo que no hemos entendido es el Dios del Evangelio, el Padre de Jesús.
Pero aún queda lo más importante por decir. En el conocido himno de la carta a los filipenses, san Pablo dice que Jesús, “a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se vació de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos” (Fil 2, 6-7). Pablo utiliza aquí la palabra griega kenos, que significa “vacío”, ya que el verbo kenoô significa “vaciar”. Pablo afirma, por tanto, que el Dios de los cristianos es un “Dios kenótico”, un Dios “vaciado de Sí mismo”. Tengamos en cuenta que, en Jesús, quien se despoja de su rango y se vacía de sí mismo, es Dios. Esto no quiere decir, no puede decir, que Dios, durante la vida terrena de Jesús, dejó de ser Dios. Lo que Pablo quiere decir es que la morphé Theoú se cambio en morphé douloú (Fil 2, 6-7).
La palabra griega morphé significa “forma” o “manifestación visible” (W. Pölmann). Por tanto, Pablo nos viene a decir que el Dios, que se nos da a conocer en Jesús, sólo se hace presente en “forma de esclavo”. Lo cual nos lleva derechamente e inevitablemente a la conclusión siguiente: Dios ha renunciado a toda grandeza, a toda majestad, a toda expresión de poder. Porque un esclavo es la negación total de todo lo que sea grandeza, majestad o poder. Y advierto que aquí es decisivo comprender que la exaltación de la que habla Pablo, al final del himno (Fil 2, 9-11), no es la anulación de la kenosis, para que todo quede como estaba antes de la existencia terrena de Jesús.
Es la afirmación de que la presencia de Dios, “en forma de esclavo”, ésa es la forma definitiva que Dios ha asumido, sin vuelta atrás. Porque la forma humillada del que no puede pretender imponerse a nadie, ésa es la forma de presencia divina que Dios ha exaltado para siempre. El Dios kenótico que se nos ha dado a conocer en el Cristo kenótico nos viene a decir que a Dios sólo lo encontramos en lo kenótico: en la forma de vida del que se vacía de toda pretensión de grandeza, de majestad o de poder y dominación.
Conclusión: todo esto no es masoquismo, es humanidad. Lo kenótico es lo sencillamente humano. Aquello en lo que todos los seres humanos coincidimos, en lo que todos los humanos nos igualamos, lo que es común a todos, es decir, lo laico. De donde resulta que la conclusión a la que llegamos es que al Dios de Jesús, al Dios del cristianismos, lo encontramos, ante todo y sobre todo, en la laicidad: en la sociedad laica, en el Estado laico, en las instituciones laicas.
Porque ese modelo de sociedad, ese modelo de Estado, ese modelo de instituciones, no nos separan, ni nos dividen, ni nos enfrentan, sino que nos hacen coincidir a todos en la misma dignidad, en los mismos derechos, en la misma categoría. La categoría que salió de las manos de Dios, la categoría humana. Y no las “otras categorías”, que no vienen ya de Dios, sino que las hemos inventado los hombres: las categorías culturales, las categorías religiosas, las categorías sociales, las categorías políticas y todas las malditas categorías que nos hemos sacado de la manga, para imponernos unos a otros o, lo que es más grave, para enfrentarnos a los unos con los otros.
Al llegar a este punto, resulta inevitable hacer una referencia a la forma, visible y a la imagen externa, desdela que la Iglesia y sus dirigentes pretenden “representar” al Dios de Jesús. Es evidente que, si tomamos en serio la teología de los evangelios y de Pablo, el Dios kenótico no puede ser presentado y representado desde el boato, el lujo, la grandiosidad y el poder desde los que el clero pretende “representar” y “hacer presente” al Dios de Jesús en el mundo. No estamos hablando de una cuestión marginal. Al decir estas cosas, estamos tocando el fondo.
IV. Cómo vivir este cristianismo
Aquí me limito a hacer algunas propuestas conclusivas. Entre otras, me parece que se pueden presentar las siguientes:
1. Promover y fomentar, como las actitudes más básica y más fundamentales en la vida, el respeto y la tolerancia. Respeto y tolerancia con todos, sean del origen que sean, de color que sea, y tengan la mentalidad, la nacionalidad, las creencias, las costumbres o la forma de vida que tengan. Respeto es dejar vivir. Dejar que cada uno sea el que es, y que sea como es. Sin echar nunca nada en cara. Sin pasar facturas por los servicios prestados. Teniendo sólo el orgullo de que los demás sean como son.
Y luchando, en todo caso contra el fanatismo, cuya esencia consiste, como se ha dicho muy bien, “en el deseo de obligar a los demás a cambiar” (Samuel Oz). No olvidemos que “fanatismo” y “fanático” son términos que proceden del latín fanum, que, en la religión romana antigua, era el “lugar sagrado”. Por eso se comprende que “pro-fano” es lo que está fuera del fanum, es decir, al margen de “lo sagrado”. Así, la etimología nos enseña que la intolerancia y el fanatismo tienen su explicación última en la Religión. Una persona religiosa o que “sacraliza” sus ideas, sus convicciones, sus intereses, he ahí una persona intolerante, fanática, que irá por la vida faltando al respeto a todo el que no se somete a sus ideas y sus intereses.
Esto nos pone en la pista para descubrir la urgente necesidad que tenemos de trabajar por una sociedad laica y una convivencia laica. Pero, sobre todo, esto nos hacer caer en la cuenta de que, afectivamente, solamente en lo laico, y desde lo laico, es posible vivir el cristianismo. Tenía razón Dietrich Bonhoeffer, cuando en los años de la segunda guerra mundial, se preguntaba: “¿Cómo es posible que Cristo pueda hacerse Señor de los irreligiosos? ¿Hay realmente cristianos sin religión? ¿Qué es un cristianismo irreligioso?” Y el mismo Bonhoeffer se respondía con esta afirmación tan profunda como desconcertante: “El pecado del hombre no está en su caída en lo real, ino en su huida a lo ideal”.
2. La espiritualidad de los derechos humanos. Al decir esto, no niego la vigencia y la importancia de las espiritualidades tradicionales. Lo que digo es que no pocas de las corrientes de espiritualidad tradicional ya no son suficientes para responder a las demandas de los tiempos en que vivimos. Estamos de acuerdo en que estamos atravesando, en no pocos ambientes, un largo desierto de espiritualidad. Necesitamos, por supuesto, revitalizar las espiritualidades clásicas.
Con tal que las purifiquemos del lastre de ideales helenistas, puritanos o tremendistas que no pocas prácticas espirituales arrastran. Pero, sobre todo, necesitamos caer en la cuenta e integrar en nuestras vidas este proyecto fundamental: la Declaración de los Derechos Humanos, de 10. XII, 1948, es el proyecto de espiritualidad más urgente y más exigente que podemos asumir en este momento. Esto quiere decir que la espiritualidad cristiana se basa en el proyecto fundamental que consiste en fomentar y exigir, antes que los deberes, los derechos de las personas. Las religiones han inculcado siempre los deberes y obligaciones que hay que observar.
Y no han insistido apenas en los derechos cívicos y de convivencia. Ahora bien como acertadamente hizo notar J. Feinberg, un sistema moral o espiritual basado más en la imposición de deberes que en la defensa de derechos desemboca en un sistema “moralmente empobrecido”, ya que en él las personas no pueden sostener las demandas que un sistema de derechos hace posibles. En un sistema de deberes, las personas desarrollan un carácter más servil, un espíritu de sumisión, de aguante y mutismo, que es capaz de tolerar, con buena conciencia, las mayores atrocidades y agresiones. Por el contrario, las personas que gozan de derechos y son conscientes de ellos, están menos inclinadas a desarrollar caracteres de servilismo, los caracteres de las pobres gentes que se ven forzadas a asegurar sus necesidades implorando o suplicando “favores” del amo, del patrono, del superior o del jerarca que los gobierna.
De todo lo cual se sigue una consecuencia enteramente básica: el respeto a la persona es equivalente al respeto a sus derechos (J. Feinberg; J. Raz). Las religiones hablan con frecuencia e insistencia en el ideal del amor y la caridad. Pero, ¿cómo se puede hablar seriamente de amor donde no se respetan los derechos fundamentales de las personas a las que decimos que amamos? Sólo cuando aceptemos y pongas en práctica el respeto a la igualdad y dignidad de todos los seres humanos por igual, sólo entonces podremos empezar a hablar de amor. Todo lo que no sea eso, es palabrería vacía y mentira pura y dura.
3. Mostrar y explicar nuestro desacuerdo con los privilegios de los que goza la Iglesia católica en España. Más aún, no se trata sólo de un desacuerdo, sino sobre todo de una protesta. Porque pensamos que los Acuerdos Iglesia - Estado de 1979 no se pueden adecuar con los postulados básicos de la vigente Constitución Española. El hecho sociológico de la mayoría de ciudadanos, que por motivos históricos se reconocen católicos, no justifica la mención que se hace de la Iglesia católica en el artículo 16, 3 de la Constitución. La experiencia de los últimos cuarenta años nos enseña que esa mención se ha utilizado para justificar los privilegios legales, económicos, docentes… de que goza la Iglesia en nuestro Estado aconfesional.
Y la misma experiencia nos dice que tales privilegios son motivo de constantes problemas y conflictos, que dificultan la convivencia ciudadana y, de hecho, dividen y hasta, en algunos casos, enfrentan a los españoles. Pero, más allá de estos aspectos legales (que son enteramente básicos), resulta evidente que no podemos estar de acuerdo con la doctrina de la “sana laicidad”, que el papa Benedicto XVI defendió, desde el comienzo de su pontificado, y que formuló con toda claridad en su primer discurso ante el presidente de la República Italiana, el 24 de junio de 2005.
El pensamiento del Pontífice se basa en el criterio según el cual los principios éticos “encuentran su último fundamento en la religión”. Porque “la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que se derivan de una visión integral del hombre y de su destino eterno” (L’Osservatore Romano, 25.VI.05, pg. 5). Como es lógico - y dado que “los principios éticos” abarcan la vida entera -, el papa viene a afirmar que toda la vida (pública y privada) tiene, más allá de los deberes cívicos, un deber de referencia (¿sumisión?) a la religión.
Lo que, en última instancia, equivale a defender que el ciudadano tiene que someterse, más allá del Estado, a la Iglesia. Lo que equivale a reconocer que, por encima de los poderes del Estado, están los poderes de la Iglesia.
Bibliografía
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