jueves, marzo 06, 2014

Reflexiones sobre la educación para el mundo nuevo

En una jornada de reflexión en la Facultad de Educación de la Universidad Mayor, como fruto del interesante diálogo allí sostenido, me vino a la mente la siguiente pregunta: “¿Cómo prepararía yo a mis hijos si tuviera que enviarlos a un mundo completamente desconocido?”

Teniendo el privilegio de haber vivido ya más de 6 décadas, soy un testigo de los portentosos cambios experimentados por mundo en ese lapso, en una dinámica de creciente aceleración.

Porque estoy convencido de que mis hijos, al tomar el control autónomo de sus vidas, lo harán en un mundo que hoy nos es desconocido.

Nuestro modelo educativo actual fue un acto valiente y trascendental para asumir la realidad de un mundo nuevo que emergía a partir de la revolución industrial. Tomaron de ella nuestros ancestros los elementos que les parecieron más relevantes y construyeron ese modelo que Ken Robinson describe con tanta elegancia. Su tarea, sin embargo, no fue tan titánica como la que nos convoca hoy: no había una estructura ni un programa educativos tan complejos como el actual, no era tanto lo que había que deconstruir. Lo que había, sí, igual a hoy, era un escenario profundamente transformado.

La complejidad del modelo educativo actual, las enormes estructuras que importa, hacen que muchas personas se sientan dependientes de él para su propia supervivencia, en todos los planos. Es su zona cómoda, y la inercia, bien sabemos, nos lleva a permanecer dentro de esa zona, aunque ya no nos brinde los beneficios originales. “Más vale diablo conocido que santo por conocer” para ser la creencia sustentadora de esa zona cómoda. Importa destacar, aunque sea ya un lugar común, que la zona cómoda no es necesariamente “cómoda”. Vivimos con desagrados que se repiten incansablemente como un patrón, y no hacemos nada por cambiarlos porque ellos, de alguna manera difícil de explicar para mi,nos proporcionan seguridad. Tal vez debería llamrase “zona segura”. Y aunque podamos entender que el vivir puede ser cualquier cosa menos seguro, seguimos aferrándonos a esa falsa seguridad como un náufrago a una tabla. 

Un mundo nuevo es una red de relaciones que se apoya en creencias y paradigmas nuevos. Esas nuevas creencias generan nuevos comportamientos. Esos comportamientos son la parte visible del mundo. El motor oculto de esas conductas son las estructuras de creencias o paradigmas subyacentes.

Las estructuras verticales, basadas en las creencias religiosas de antaño, que se imaginaban (y construían) a las sociedades humanas como pirámides en las que el poder se ejercía con mayor o menor violencia en forma vertical, de arriba a abajo, están siendo reemplazadas exitosamente por redes de relaciones basadas en la confianza y unidas por propósitos comunes. Una educación vertical no prepara a los niños y jóvenes para integrarse con soltura y confianza a esas redes. Un mundo en el que la información está disponible en forma gratuita o a muy bajo costo y en gran abundancia, no necesita replicar su almacenamiento en la memoria humana; necesita la habilidad para encontrarla, seleccionarla, relacionarla y aplicarla.

Nuestros hijos estarán en ese mundo poco conocido. Algo sabemos de él: que es horizontal, es decir, el poder se comparte y emana del significado, de los propósitos de las sociedades humanas. Las personas se mueven empujadas por sus sueños comunes y no porque alguien les manda a hacerlo. La información está disponible y es abundante y cada día se crea más y más. El dinero va perdiendo su valor intrínseco y empieza a ser considerado sólo un medio (y, si atendemos a Zeitgeist) es probable que aún evolucione mucho más nuestra idea (y con ello, nuestro comportamiento) respecto de él. La curiosidad, el gusto de aprender serán claves esenciales para triunfar en ese mundo, así como la capacidad de establecer relaciones de alta confianza. Tendremos que desaprender aquello de que lo bueno es el éxito y volver a la idea de que lo que verdaderamente nos enseña es el error. El temor a fracasar es probablemente uno de los frenos más formidables para el desarrollo humano, individual y colectivo. Es uno de esos miedos que nos encierra en la zona cómoda y nos hace seguir haciendo siempre más de lo mismo, aunque sus resultados sean pobres.

La nueva educación implica un cambio de paradigmas que debe partir en el hogar, para luego replicarse en el colegio. Hay que dejar de pensar a los niños como “proyecto a futuro” y considerarlos en toda su riqueza presente en cada niño. Tendremos que dejar atrás al “paidagogos (ese esclavo que llevaba a los hijos de su amo, por la fuerza si fuere necesario, ante el preceptor) y recuperar el verdadero sentido de “edúcere”, ese verbo maravilloso que parte de la aceptación del niño como una semilla con todo el potencial para ser un gran árbol y acompañarlo en el proceso en que se descubre y desarrolla a sí mismo.

Hemos de dejar de considerar al profesor como el sol en torno al cual giran los niños como planetas sin luz propia, girando al ritmo del verbo esencial de la educación convencional - “enseñar” - y aceptar que sean ellos los soles que iluminen el aula con sus preguntas, sus juegos, sus desafíos, acompañados por un facilitador que les sugiere caminos, que les abre espacios para esos descubrimientos singulares, que los respeta, admira, quiere; que se regocija con sus triunfos, que los anima cuando se decepcionan, que les hace ver cuando se hacen trampa y se sabotean a sí mismo. En suma, que confía en ellos y en su potencial desde lo más profundo de sí mismo. Esto, ciertamente, no es una cosa de hacer. Esto no se puede fingir. El profesor ha de ser el modelo para los niños. Ël mismo ha de rescatar a su niño interior: alegre, entusiasta, confiado, apasionado, dúctil, paciente, empático, poderoso, comprometido, amoroso, libre, dispuesto a intentarlo una y mil veces hasta que logra que quiere, un aprendiz permanente, una obra de arte en constante autorrealización.

Si logramos esto en esas dos instituciones fundantes, hogar y colegio, pronto las organizaciones habrán de seguir el mismo patrón. Ya no necesitaremos jefes (y vemos cómo lo han entendido las empresas que lo están practicando) sino facilitadores de procesos de interacción en comunidades de aprendizaje y trabajo. Y estoy usando con toda intención la palabra “comunidades”, porque los equipos de tarea corresponden al mundo viejo, siempre orientados al hacer, con mínima atención a los seres involucrados en ese hacer. Personas encendidas por la pasión que les provoca un propósito compartido, unidas integralmente para llevarlo a cabo, entendiendo que los hacedores son, primeramente, seres; y que es desde el ser donde se origina todo hacer.

La educación actual es un aparato diseñado para someter. La del mundo nuevo será una educación para la libertad, como profetizara María Montessori hace ya más de un siglo; será una donde lo que el profesor diga en el aula será considerado lo menos importante, como declarara a su vez Rudolf Steiner, sino quien es él, qué tipo de energía derrama sobre los niños para invitarlos a encender sus propias luces.

La educación actual estandariza; la nueva, singulariza. El estándar es pura apariencia, obliga a fingir, lo que finalmente se traduce en la más brutal incomunicación y soledad. La singularidad libera, sincera las relaciones, invita a compartir y coordinar, genera comunicación de alta calidad, creatividad, innovación. 

Estamos invitados a crear el mundo nuevo. Es lo que somos como especie: la única (que yo conozco, al menos) que sueña y no se detiene hasta que hace realidad sus sueños, la única que logra vencer sus miedos con la curiosidad. Con esa habilidad fue que conquistó el fuego, asesino poderoso del que todos los seres vivos huyen despavoridos.

Ese hombre tan antiguo, el que vio en el fuego una oportunidad; ese niño curioso, explorador, creativo y porfiado que todos llevamos dentro (no está muerto, sólo duerme); es el que tenemos que rescatar. Ese es el poderoso creador de mundos nuevos. En ese tengo que transformarme, si en verdad quiero preparar a mis hijos para ir a un mundo desconocido.

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