Ser, hacer, tener - ¿Cómo barajar el naipe?
Que vivimos una era de profundos cambios, nadie lo niega. La pregunta hoy es cómo explicar esos cambios del modo más conveniente para enfrentar y resolver los ingentes problemas que afectan a la familia humana en su conjunto.
Yo pensaba que este cambio que nos toca sería el paso de la Modernidad hacia otra etapa, tal como la Modernidad sucedió a la Edad Media. Sin embargo, al leer La Ontología del Lenguaje, de
Rafael Echeverría, encontré mucho sentido a la idea de un cambio más profundo, que implica la quiebra del paradigma sobre el que se apoyó Occidente desde la Antigüedad grecorromana, pasando por toda la Edad Media y la Modernidad, y que él llama “deriva metafísica”. Un paradigma que explica al realidad como un dualismo entre lo visible y lo invisible, cuerpo y alma, física y metafísica. Los ideales platónicos, que representan a esa realidad invisible de conceptos abstractos, serán transferidos al cristianismo que dominará Occidente por mil años, y aún a la Modernidad, que tomó la idea de los conceptos abstractos y la desarrolló hasta el paroxismo, con evidente éxito en el desarrollo científico y tecnológico.
La propuesta de Echeverría elimina el dualismo y explica la realidad como algo inaccesible objetivamente, que sólo es explicado por el hombre en su triple experiencia de corporalidad, emocionalidad y lenguaje. Tales explicaciones van cambiando con el tiempo a medida que nuevas necesidades surgen de esta progresivamente compleja relación entre hombres y realidad, en donde lo que realmente se modifica es el ser, quien al explicar la realidad también se explica a sí mismo como parte de ella. De ahí, Echeverría utiliza el término “devenir del ser”. Como yo lo entiendo, devenimos en nuevas explicaciones de nosotros mismos constantemente, lo que nos abre a nuevas posibilidades de acción al mismo tiempo que invisibiliza otras.
La explicación objetivista de la Modernidad tampoco resuelve los viejos interrogantes y angustias de la humanidad; en su creciente complejidad se va haciendo impotente para responder las nuevas preguntas, como las que surgen de la observación científica de microcosmos y macrocosmos, que parecen desentenderse de las explicaciones lineales newtonianas.
Estamos en un período intermedio, la Modernidad ha sido superada, pero el nuevo paradigma está lejos de consolidarse. Más aún si el afectado es más profundo que en los recientes cambios de era. La sabiduría sólida de antaño se disuelve ante nuestros ojos; la verdad monolítica de siglos flamea hecha jirones, castigada por los vientos de los tiempos. Surge la confusión, la humanidad se polariza en dos opciones igualmente perjudiciales: los fundamentalismos que operan como avestruces, hundiendo al cabeza en terreno conocido para no ver la realidad exterior, pretendiendo mantener a salvo las “verdades incorruptibles” en espera del retorno de la cordura, y los liberales a ultranza que se refugian en el individualismo, en la búsqueda de la propia seguridad vía el hedonismo consumista, los escapes químicos, los excesos sensoriales, con un tono fuerte de individualismo. O sea que las dos fuerzas esenciales del desarrollo humano: la sabiduría para conservar lo bueno alcanzado con los siglos y la audacia para buscar con denuedo formas de mejorar lo existente, se convierten en caricaturas de sí mismas.
Todo ello sirve de trasfondo para una humanidad que, sin embargo, sigue cada día buscando resolver los mismos problemas básicos de siempre: abrigo, alimento, protección, crianza de los hijos, etc. Como la Modernidad sigue siendo fuerte – y lo será todavía por un tiempo más (“es un monstruo grande y pisa fuerte”), seguimos confiando en nuestra capacidad tecnológica (o nos refugiamos en ella a falta de otra alternativa confiable) y vivimos preguntándonos qué hacer, para resolver todo tipo de problemas, de forma y fondo, los del día y los de los tiempos. Ante la evidente crisis global que nos afecta y que abarca casi todos los campos esenciales de la experiencia humana, sentimos rondar el perfume del fracaso como especie, al punto que nuestro valor esencial y hasta nuestra descripción de nuestro propio ser quedan supeditados al éxito de nuestro comportamiento, desde el más trascendente al más trivial.
Es posible ver cómo todo ello afecta a lo que hemos considerado más esencial en nuestras estructuras sociales: la familia, la industria, el país, hasta llegar a la humanidad toda. Me parece que este enfoque desmesurado en el hacer está contribuyendo a mantenernos en la oscuridad, dando vueltas sobre los mismos ejes, extendiendo y profundizando las crisis. Nos hemos convertido en una cultura reactiva, donde cada uno, persona y empresa, busca enriquecerse, pensando que en la acumulación está la seguridad.
Tal vez sea el tiempo de generar una tercera opción de humanidad. Una que vaya a las fuentes originales, que trascienda la pregunta por el hacer y, primeramente se aboque a recuperar sus sueños. ¿Qué es lo que verdaderamente queremos tener? ¿Cuál sería nuestro sueño más ambicioso si no tuviéramos miedo? ¿Qué haría de nuestra vida una experiencia épica por la que valiera la pena levantarse cada mañana?
Necesitamos sueños, porque esa es nuestra magia, tal es nuestro poder: convertimos sueños en realidades. Si hoy resucitara un ciudadano de la primera mitad del siglo 20, seguramente moriría de la sorpresa de ver que casi todo lo que en su tiempo era ciencia ficción y fantasía hoy son artefactos de uso cotidiano.
Aventados por nuestros sueños, aún postergamos la pregunta por el hacer, para no caer nuevamente en la tentación de validar nuestro ser mediante nuestra acción. Eso es seguir la pista de la deriva metafísica. Me “descubro” a mí mismo al ver los resultados de mis acciones. Si nos montamos en el paradigma del devenir del ser, podemos guiar nuestro destino: seremos quien se requiera para alcanzar nuestros sueños. Somos una compleja interpretación de nosotros mismos, no algo sólido, firme, inmutable, pero semiescondido que es necesario descubrir. Esa compleja red interpretativa la hemos ido tejiendo desde la adquisición del lenguaje, fijándolo en nuestro modo de ver el mundo con el poder de las emociones y desplegándolo en nuestra presencia corporal en el mundo mediante la actividad. Por supuesto, todo lo que he estado diciendo es también un modelo interpretativo, no es “la verdad”. Mi punto es que si adoptamos sincera y profundamente ese modelo interpretativo, ponemos los bueyes delante de la carreta. Hacemos cosas coherentes con quienes somos, y somos lo que sea necesario para alcanzar nuestros sueños. Asumo el devenir y lo impulso hacia adelante, recupero el sentido épico de la vida. Es mi creencia también, que en esa descripción del ser necesario para alcanzar los sueños, habrá algunos componentes fundamentales, como el valor de la comunidad, de la vida como un todo (todo el planeta como un ser vivo del que somos parte), la valentía para atravesar los miedos, la honestidad, el compromiso, el amor incondicional, para iniciar una lista que podemos completar entre todos.
Y escribo esto pensando en ese grupo de muchachos noruegos, reunidos en un campamento de verano, para jugar y reír como jóvenes, y también para pensar cómo hacer de su bello país un lugar aún más acogedor para la humanidad, que son acribillados por un ciudadano tan enloquecido como para no ver la belleza que lo rodea, tan aislado como para no apreciar la vida que florece a su alrededor. Hemos de ser soñadores comprometidos y valientes para impedir que los terroristas nos encierren en la autodefensa individualista y seguir adelante en nuestra determinación de vivir plenamente la vida.
Lo mismo vale para la empresa, que puede trascender su condición de lugar de trabajo para generar el dinero que cada individuo necesita para su propia subsistencia alineándose con el gran sueño de una humanidad renovada y madura. El conjunto humano que constituye una empresa puede hacerse preguntas más ambiciosas ¿Cuál sería un sueño enorme para todos ellos, uno que les devolviera el sentido épico a su existencia comunitaria? ¿Cuál sería su aporte a la humanidad, a su país, ciudad, barrio? Hoy las visiones van por el lado de ser la más grande, ser la mejor, etc., entregadas al paradigma de la escasez y la lucha por la sobrevivencia. ¿Qué tal si optáramos por la abundancia, la generosidad, la vida plena, sin renunciar, por supuesto, a la sustentabilidad? Y si fuéramos capaces de generar esos sueños compartidos al interior de las organizaciones, entonces la siguiente pregunta sería, nuevamente, ¿quiénes requerimos ser para alcanzar esos sueños? En un ambiente así, la transformación profunda se hace posible. Cómplices en el lenguaje, nos despertamos unos a otros cada vez que volvemos a los pilotos automáticos del miedo, el individualismo, la supervivencia. Y no lo hacemos desde la moral de los iluminados, ni para demostrar que somos mejores que el otro, sino desde el sueño compartido, desde la posibilidad sentida de un mundo más humano, de una vida experimentada en plenitud.
Los verdaderos líderes no suelen tener programas de acción. Saben dónde van, lo comunican con valentía, enrolan a otros en sus sueños. Las acciones surgen de los sueños y de las propias definiciones del ser. Cuando se sabe quien se es, y se es honesto con ello, no es posible generar acciones incoherentes. Vemos en los “indignados” que se manifiestan hoy públicamente en diversos lugares del planeta, la recuperación de sueños y, con ellos, la recuperación de la ciudadanía. Ciudadanía que nadie les arrebató, hay que decirlo, sino que ellos mismos entregaron para encerrarse en el individualismo, en el hedonismo, en el consumismo o en el fundamentalismo. Para ser un movimiento de brillantes posibilidades, los indignados hemos de ser, primero que nada, profunda y alegremente autocríticos. Y digo alegremente, porque la autocrítica no es para mancillarnos, ni humillarnos, sino para limpiarnos y prepararnos para el nuevo escenario.